Se discutirá de mapamundis, de injertos frutales u ortodoxia budista, se discutirá cualquier cosa excepto de lo que haya que hablar, lo verdaderamente vital que se discuta en las charlas abiertas bajo los faroles de gas, en las esquinas de iglesias góticas, vedándose certeramente de esos ojos desdeñosos de los nacidos bajo el signo del tal Caín, mi hermano el gran bastardo, pedazo de basura, tremendamente tramposo en las partidas de ajedrez tridimensional, en las carreras de sacos y de cangrejo, usurpador de viandas justamente ganadas en arduas piñatas, en las justas escatológicas (no ésas) cómo, cinco rojos... ah, tomá diez, qué es tanto, para qué la timidez y la comedididad en asuntos tan caseros, en las vindicaciones y los tomos impares de la enciclopedia que no tiene tapas. El sonido a veces golpea, lo azota a uno como si uno fuera una cortina vieja, una langosta en pleno vuelo, hilos de miel y patas bajándome de la boca, los pelillos de las patas causan molestas cosquillas cuando uno practica el fecalismo; hay que acordarse del cristal con que se mire, yo prefiero el papel celofán en diversas tonalidades como rojo mamón, verde cannabis y cronopio mixto: se descubren momentos verdaderamente notables al combinarse los tonos, no recurriendo al fácil método de superponerlos unos mán arriba del regreresto sano por el más simple algoritmo y qué, vallenato oficial, sumidero nacional (un saludo para mi buen hermano Lalo y sus cuatro cuerdas mágicas) un color en cada ojo y dejar que el cerebro realize la ilusión óptica, toda ilusión es óptica y la óptica es ilusoria, porque no vemos cara a cara, claramente, sino como a través de un espejo, quién puede jactarse de ser zar, de ser un mero sirviente.