Así que al bueno de François le da lástima mi vida. No es la primera vez que me lo dicen (ver comentarios del Ojo del Cielo.) Se puso en mi lugar y le dio lástima, la sintió por mí. Yo también me tengo lástima, pero es un sentimiento que me produce la humanidad entera, incluyéndome. Yo no envidio la vida de nadie, yo no envidio mi vida.
El día, hasta entrar a bretear, había sido todo lo bueno que puede ser un día de espera frustrada por hacer algo que se tiene que hacer, de lo que se quiere salir y no se puede por el momento. Me recordé como a las diez, extrañamente temprano, pero como sabía que era un gesto inútil, estuve acostado hasta la una. Volví a soñar con que llegaba tarde al trabajo, sueño que me produce una inusitada angustia. Me bañé con pereza, como cumpliendo un rito sublime. Vi el primer tiempo de un partido mientras me medio mudaba y salí rumbo al brete. Llegué a tiempo, todo tranquilo, un cliente me ha puesto un reclamo. No es una agradable bienvenida, voy y reviso, el que me atiende es el vocalista de Gandhi, al que he visto tocar en concierto y la escena no deja de tener un tono irreal, como el de un sueño armado con elementos de un día heterogéneo. Tomo asiento junta a la risueña Luna. Después de un rato de charla, voy adonde Joseph, tenemos varios asuntos que discutir. François llegó seis horas tarde, está algo alicaído. En clave para despistar a nuestros ocupados y cercanos superiores, aclaramos que necesito conectarme con el tipo que vende la media onza de jamaica a once rojos, que me consiga más ketamina y que necesito que me consiga el plan de estudio de Historia del Arte. Está algo angustiado por quedarse sin brete. Es un carajillo, lo tranquilizo hablándole del par de contactos en el otro lado. Delante de nosotros está el Profeta, siendo acicalado por su querendengue. Lo llamo al rato y le pido que salve con un tucán, para pagar el dictamen médico del día siguiente. Accede, pero demanda una complicada maniobra para devolverle la plata mañana mismo. Como si no tuviera cosas que hacer.
Horas después, reto a la risueña Luna a una partida de ajedrez, no sé por qué, siendo mi certidumbre que no sepa. Pero accede y acomodamos las piezas. Antes me preguntó si yo era escritor, al verme revisar uno de mis textos en público. Lo negué, y no era siquiera de madrugada; ya he tenido suficientes problemas revelando mis escritos a mujeres. Inició la partida, ella con las blancas. Me abrió con el peón del caballo de dama; calladamente y a pesar de sus protestas, guardé las piezas. Sacamos el dominó, sorpresivamente, la tandié. Jugamos un buen rato, para ser dos personas que no quieren nada con nadie, nos llevamos muy bien. El día se va sin pena ni gloria. Joseph, el Profeta y yo vamos a dejar la risueña Luna a la parada. Resulta que François se quiere ir caminando y no tarda en esgrimir una excelente razón: quiere matar una tocola. Pienso en ofrecerle al Profeta, pero me advierto que eso va en contra de mis postulados (nunca ofrecer alguna sustancia no bien vista a alguien que no sé si consume. Pero si ellos lo piden, es otra historia.) Pero el François no tiene tales escrúpulos y ante la petición del Profeta de pasarle la tocola, le pregunta si es que él fuma. El Profeta lo niega y yo pienso que está desperdiciando la cara. No fuma. ve vos. Me acuerdo de su novia y creo oler la humeante pila de problemas venideros. En fin. Al poco rato se despide y no lo culpo, ya anduve antes por esa tierra de la abstinencia. La tocola resulta ser medio puro y aleluya. Hablamos algo del trabajo, luego pasamos a cosas importantes:
—Mae, usted se la tira sabroso.— le digo.
—¿Por qué?—
—Diay, mae, usted es un mocoso, tiene un buen brete, estudia artes gráficas y se pega la fiesta.— respondo.
Me contesta que mi vida es equivalente, le aclaro que mi punto es que a mí me hubiera gustado estar haciendo lo que hago desde antes, desde los cinco años perdidos de mi vida. Me interroga al respecto y le elaboro:
—Fue un hueco. Así lo expongo: fueron años en los que me fui en un viaje dentro de mí mismo y todos mis miedos. No puedo decir que fueron perdidos porque no dejé de aprender un pichazo sobre la existencia, pero me hubiera gustado hacer más cosas.—
—A veces esas cosas le pasan a uno por el karma. ¿Usted no cree en el destino?—
Gancho al hígado. Pero yo ando armado y soy peligroso como un ataque de caspa:
—No. Creo en el libre albedrío. Nuestro destino es el pasado, nuestros actos en el pasado establecen las bases de nuestro futuro. Creo en hechos, creo en las probabilidades.—
—Pero hay cosas que no se pueden evitar.— me dice.
—Correcto. Enfermedades, accidentes. Pero hay cosas que sí se pueden evitar. Yo evito complicarme la vida, pensando en el futuro, evito hacerme zancadillas a mí mismo.—
—Uno puede estudiar mucho y ser un buen profesional y la empresa de uno puede quebrar y todo irse a la mierda. ¿Cómo se evita eso?—
—A lo que yo me refiero son cosas así: para no padecer SIDA, me forro. Es extremo, pero vea este otro. Para no tener que sufrir una tipa loca, ya no me meto con tipas locas. Si uno no quiere quejarse de que es pobre cuando viejo, uno realiza lo necesario para evitar seguir siendo pobre.— le digo, no sin dejar de pensar en mi notoria infidelidad a tales mandamientos, pero una cosa es creer algo y otra practicarlo.
—¿Y que pasa cuando sucede lo improbable?—
—Se enfrenta de la mejor manera; uno tiene que estar listo para cualquier eventualidad. Es probable que a uno le sucedan cosas improbables.— contesto. Hoy ando volando filosóficamente.
—Quiere decir que incluso lo improbable se puede llegar a considerar entre las probabilidades.—
—En general, sí; no de manera específica: no sé exactamente que será lo improbable que me pase, pero algo improbable me pasará.—
François se veía incómodo. Enfrentar una noción de mundo opuesta a la nuestra siempre es incómodo.
—Entonces, ¿usted no cree vidas pasadas, en dios, en cosas así?— me responde, visiblemente sorprendido de mala manera, contrariado.
—No. Creo en lo que veo, en lo que experimento y es probable. No hay dios, no hay nada después de la muerte. La vida es absurda y carece de sentido: todo no es permitido, nadie nos juzgará después de la muerte. Ya lo dijo Unamuno, no sé si citando a alguien: La conciencia es un relámpago que sucede entre dos eternidades de tinieblas.—
—Mae, eso no tiene sentido.—
—El universo carece de sentido.— sentencio.
Lo veo alzar la cabeza, como si estuviera muy cansado, parece sentirse mal. Le pregunto que le pasa.
—Es que me puse en su lugar y sentí lástima.—
Planchetazo. Sí, François, merecemos lástima viviendo. Ya que sufrimos la existencia, la padecemos, el único ideal es tratar de pasarla bien y no joder a los demás, así no nos joden. Por eso no me mato, no me tiro a una cuneta a quemarme el estómago con alcohol de noventa. La base de esta filosofía es la desesperación. Pero uno la enfrenta y enfrenta el absurdo y así se vive. Yo lo hago, todos los días, tratando de alcanzar la única inmortalidad accesible a un humano, que como todas las inmortalidades, al fin cabo son inútiles para uno.
Nos habíamos separado hace poco. Me monté en el bus, no el mío, pues el último ya había salido, sino en el que me deja un toque más largo. Pago, el chofer es un viejo de lustroso y falso cabello negro que tiene que acercar la moneda a sus ojos. Éste es el abuelo de alguien, podría ser mi abuelo, pienso, no sin lástima. Claro que me tengo lástima. A mí y al resto de la humanidad, la veo tan unánime como la muerte. Me voy a sentar casi al final, sin dejar de observar al par de chavalas en medio del bus: una no vale la pena, la otra es bonita aunque de una manera vulgar. Me siento, atrás mío toman posición un trío de rocos que claramente vienen de una cantina luego del trabajo. Todos los seres humano necesitamos drogas, necesitamos algo que nos saque de nosotros mismos y nos haga ver de manera distinta, nos haga sentir diferentes. Estoy high, bien high como hace rato no lo estoy. El bus zarpa, es un torpedo de plástico imitación de vidrio y lata vieja que atraviesa un mar de aceite. Una de las chavalas tiene su brazo sobre los hombros de la otra. Observo con detenimiento sus gestos. Son amantes. En un tiro, una baja la mano y acaricia a la otra en un costado descubierto, le coloca los dedos sobre la piel como sólo un amante lo hace. Una ola de deseo me pringa, me empapa por unos segundos. A mi lado, uno de los rocos, claramente un chichero con doña que le cepilla los zapatos, inicia un perorata en voz alta que no se detendrá por el resto del viaje. Revisa los acontecimientos de la noche, la cadena de sucesos en la cantina, el número y clase de tragos que se tomó él y los que lo acompañaban; no deja de maldecir sonoramente al cantinero, que lo echó y no lo dejó seguir tomando. Lo vuelvo a ver: es un tipejo esmirriado, de dientes saltones. Siento ganas de levantarme y golpearlo en la cara, hasta hacerlo escupir los dientes. Nos tengo lástima, François, a la humanidad. Una de las chavalas se baja, se besan con disimulo; las lesbianas no pueden dejar de besarse, pero la tienen más fácil que los playos. Termina mi viaje, me bajo en la iglesia evangélica. Camino, respiro la noche, la llevo como sombra y me topo con sus hijos: el cuidacarros que dormita y que despierto al pasar, los clientes del restaurante chino que veo por las ventanas (¡qué bueno un cantonés!) ese tipo que va en moto a estas horas y que resulta ser mi compañero de casa. Me declara que no hay nada que comer en la casa, lo reconvengo y me monto en la moto para ir a la casa. ¡Qué loquera de viaje, el pelo libre a las correntadas de aire frío, la cara helada! He de comprarme una moto, definitivamente. Llegamos a casa, encuentro el arroz y la ensalada que dejé hechos, tortas de pollo, un huevo, cebollas, hongos, papas, sopas. Yo podría armar un banquete de tres platos con todo eso. Se ve que este muchacho nunca ha pasado necesidades. Comemos, veo noticias, me vengo al cuarto a mandarme la tocola que me regaló François y a escribir, escribir, escribir.